lunes, 24 de septiembre de 2012

CHANNEL Nº5

Hoornbrug {Gouda-Holland}
Foto: "Hoornbrug {Gouda-Holland}" de RozeMeisje
Enviada por: Victoria Pinto
~~~~õ~~~~

Acabé mis días de una manera tan absurda como absurdo había sido mi paso por este mundo.

Ahora que mi perspectiva ha cambiado tan radicalmente, he podido observar que no estaba tan solo como yo solía pensar. Que los tipos insulsos que pasan de puntillas por el mundo abundan como la mala yerba; son (o éramos) tantos, que si corrieran al unísono hacia el este podrían incluso decelerar el movimiento rotatorio de la tierra. Pero de tan sosos que son, ¡jamás tendrán una idea tan luminosa como ésta!
Cuando echo la mirada atrás y repaso mentalmente los 57 años que pasé vivo (no “viviendo”), automáticamente se forma en mi cabeza la imagen de una rueda dentada. Una diminuta rueda dentada, de ésas que forman parte de las tripas de un reloj. Una rueda que pasa su vida girando, segundo a segundo, dentro del engranaje, debajo de la esfera, ayudando a mover otras ruedas para que, finalmente, las agujas marquen puntualmente la hora y se lleven todo el mérito dejando en el olvido al resto de la maquinaria…
Y así, girando y girando, pasé la totalidad de mi vida en Bötburgo, una de esas viejas ciudades europeas de ambiente rancio y sabor gris. Bötburgo no se caracterizaba por nada en especial, aparte de estar surcada por una nervuda red de canales de aguas demasiado densas y demasiado oscuras. Por lo general, el tiempo solía ser gris y desapacible, excepto durante un puñado de días en la temporada estival, en los que el sol brillaba con fuerza. Personalmente, esos días me desagradaban bastante, porque el sol daba color a la ciudad evidenciando los manchurrones de humedad en las fachadas que lindaban con los canales, y el agua, al entibiarse, emanaba un hedor dulzón que se impregnaba en la ropa.
Muy a mi pesar, mi vida discurrió estrechamente ligada a los canales.

Pasé mi infancia junto a mi familia en una barcaza amarrada en el canal nº4. Ahora esas barcazas son el último grito en lo que a vivienda juvenil se refiere; en mi época no eran más que sinónimo de pobreza.
Bajo uno de los puentes del canal nº13, a la edad de 27 años, di por fin al traste con mi virgo. No es un acontecimiento que me guste recordar, ya que los hechos se desencadenaron por una sucesión de confusiones y fantasías lisérgicas (una historia terrible), y aún no me queda muy claro si hubo alguna presencia femenina en el lugar…
Y a los canales dediqué mi vida laboral. Mi trabajo consistía en realizar el mantenimiento de las barandillas de los puentes, además de recoger cualquier atisbo de basura que pudiera aparecer flotando en las perezosas aguas (que en el 99% de los casos se trataba de basura producida por los jóvenes cool que vivían en las barcazas). ¡Malditos hipsters! Con el paso del tiempo fue tomando forma el conflicto que desembocaría en mi muerte.
Los canales de Bötburgo comenzaron a convertirse en zonas residenciales. Por alguna razón que mi educación no me permite comprender, las barcazas que tanto detestaba se tornaron en objeto de deseo para una ola de jóvenes mezcla de bohemios y hipsters. Iban recuperándolas y convirtiéndolas en casas flotantes. A primera vista, parece una idea romántica; pero lo que pasó es que mis tareas se multiplicaron por diez, por veinte o por treinta, no lo sé. Mis lunes se convirtieron en calvarios. Comenzaba la semana recogiendo los despojos de sus fiestas: botellas, vasos, ropa interior, montones de colillas, e incluso, en un par de ocasiones, sillas y algún colchón. ¿Qué carajo hacían para divertirse? Pero lo que más odiaba era, sin duda alguna, que aparcaran sus bicicletas en la barandilla de los puentes. Muchos de los puentes eran peatonales, y las bicicletas acababan por cortar el paso a los transeúntes.

Llegados a este punto, voy a hacer algo inusual: os expongo la “ante-moraleja”, que no es otra cosa más que explicar la moraleja de la historia antes de que ésta haya terminado:
No dejéis que la semilla del odio germine. No maldigáis en silencio, porque lo único que ocurrirá es que vuestra sangre se revolverá en las arterias, se ennegrecerá y contagiará al resto de vuestros órganos. Afrontar el problema tranquilamente es la solución.”
Y eso fue, precisamente lo que no hice. Mi odio fue creciendo en silencio día a día, segundo a segundo, al ritmo de la ruedecita dentada; mientras, los jóvenes se comportaban despreocupadamente, con una pizca de soberbia y grosería, como las típicas agujas del reloj.

El vaso de mi ira se desbordó la mañana en que me disponía a trabajar en el canal nº5. El puentecillo se encontraba atestado de bicicletas dejando un mínimo espacio para el tránsito. Exploté en un torrente de maldiciones cuando descubrí que habían sido amarradas a la barandilla con cadenas. Algunas cabezas asomaron por los ventanucos de las barcazas. Risillas sofocadas se oían desde sus camarotes. Más enfurecido aún, fui hasta mi casa a por mis herramientas. A los pocos minutos regresaba al puente, con mi cizalla arrastrando por el suelo y la mirada perdida. Mascullaba entredientes. Comencé a cortar una cadena, y otra, y otra... Agarré la primera bicicleta, la elevé sobre mi cabeza y, cuando me disponía a lanzarla por encima de la barandilla, ocurrió el desenlace.

Mis articulaciones estaban ya oxidadas y afectadas por reúma. Tantos años junto a las aguas del canal no podían ser buenos. Mis brazos fallaron, y la bicicleta cayó sobre mí. El manillar dio un golpe seco sobre mi frente. Perdí el equilibrio. Me balanceé sobre la barandilla. Caí semi-inconsciente a las aguas densas. La bici cayó sobre mí. Y ya está. Muerte absurda.

Nadie me buscó. Al faltar una bici, y sabiendo todo el mundo lo harto que estaba de todo, simplemente pensaron que había huido de Bötburgo. A los tres o cuatro días, durante la noche, salí a flote. Pero todo el mundo se encontraba durmiendo y nadie me vio. La lenta e irónica corriente del canal me situó bajo una de las barcazas que tanto odiaba, enredado en la cuerda del amarre. Y ahí sigo...

lunes, 17 de septiembre de 2012

LIBERACIÓN


Foto: Itziar Aio (Gracias!)
Enviada por: Javier García
Escrito por: Victoria Pinto (espero no herir susceptibilidades) (este cuento también ha salido de un ejercicio de la Escuela de Escritores de la Universidad del Rosario)

--------o---------

He logrado superar todas las pruebas. Pasé la entrevista con el sicólogo, hablé en ingles fluidamente con el director de ventas, solucioné correctamente la formula en Excel para el jefe de sistemas, el presidente me entrevistó y lo hice reír. Este empleo es mío, no lo dudo ni por un segundo. Estoy esperando en la sección de recursos humanos, esperando que me lo notifiquen. La sicóloga sale y me sonríe.
-Diana, por favor pasa-

Me levanto con elegancia, camino con seguridad. Le doy la mano y estrecho la suya con cariño genuino y ella me devuelve el apretón. Me hace seguir a su oficina, me siento y dejo mi cartera Louis Vuitton de última colección sobre el escritorio. Sé lo que estoy haciendo, siempre tengo control sobre lo que hago: estoy impresionándola, por si acaso. Si no se han decidido por mí todavía, ahora lo harán.
Extiendo mis manos sobre la mesa y la sicóloga chilla -¡Que color de esmalte tan bonito!-
Sabía que le gustaría. Sonrío por dentro.
- ¿te gusta?, yo no estaba muy segura- le digo con fingida indiferencia.
Ella sonríe y empieza a hablar después de una pausa, como si fuera a contarme un secreto –bueno, quiero que sepas que has pasado todos los procesos de selección y que la empresa ha decidido contratarte.
-Lógico- pienso arrogante. -Muchas gracias por poner su confianza en mí- deberían ser ellos los agradecidos.
Ella me explica algunas otras cosas y luego me extiende el contrato para que firme. Yo no la oigo, estoy muy ocupada regodeándome por dentro. Sabía que me iban a dar este trabajo, soy la mejor. Que se preparen todos los vejetes, yo vengo con los conocimientos fresquitos, recién salidos de la universidad.
Cuando la sicóloga termina su discurso preparado, me levanto y giro la cabeza con un movimiento estudiado que hago para verme más femenina y le digo – Nos vemos mañana, a las 7. No puedo esperar-
Ella se despide con solemnidad. La he descrestado con mi estilo – ¡Ah! Una cosa más- agrega ella –recuerda traer tu cédula siempre, no te van a dejar entrar por ningún motivo sin identificarte-  Asiento con la cabeza.
Voy  hacia la salida con paso decidido, mis tacones retumban sobre el suelo de granito que me devuelve el reflejo. Me encanta este sonido. Es el sonido del triunfo.
Al llegar a la puerta giratoria, el vigilante se acerca para ayudarme a empujarla. Apoya su peso contra la primera hoja de cristal y luego los dos nos quedamos mirándonos boquiabiertos.
Se me para el corazón. No puede ser. Es Yeison.
-¿Diana?- me dice él visiblemente perturbado. ¿Como se atreve? ¿cómo me ha  reconocido?. Todo nuestro oscuro pasado vuelve para pisotear mi corazón como si fuera una tormenta de granizo.
- ¿Qué haces aquí?- pregunto furiosa
- Soy vigilante aquí- dice él dolido
Empujo la puerta giratoria con un movimiento brusco y salgo desesperadamente para tomar el aire fresco. Luego corro más o menos dos cuadras, lo suficiente para que nadie de la empresa me vea tomando el bus. Mi estilo se ha ido.
Esa noche no puedo comer ni dormir, la sola idea de que Yeison trabaje allí me da nauseas.
Seguro que va a contarles a todos en la empresa que soy una pobre secretaria, o aun mejor “chica del café”, que vendí mi alma para lograr vivir al norte de la ciudad y que en realidad no salí de la Universidad Javeriana como dije en la entrevista, sino del Instituto Triangulo. Yeison me odia, lo se porque lo dejé por Felipe, el que me deja vivir aquí sin que su esposa se entere.
Hasta me cambié el apellido. Aún así y pese a los consejos de la revista Cosmo no logro que mi pasado se olvide de mí y no vuelva a buscarme.
Logro dormir dos horas. Sueño con Yeison, que me espera en la puerta giratoria con un cubo lleno de agua y un trapo para lavar los baños. Me despierto sin respiración, lanzo un grito gutural y quedo sentada. Afuera ya es de mañana, tengo un hambre tremenda pero sé que en la nevera no hay nada, porque la empeñé para comprar la cartera de Louis Vuitton.
Salgo a la calle desesperada, no sé cómo he logrado vestirme. Le temo al escarnio público. Estoy segura de que cuando llegue me van a mirar raro. En la parada del autobús unas palomas se pasean por el suelo recogiendo cuanta porquería encuentran del piso, -así como yo, antes- pienso con amargura. Quiero patearlas, pero no lo hago ¡Maldito Yeison! Estoy furiosa y tengo miedo.
Diviso mi bus y le hago señas con las manos. Me busco las monedas entre los bolsillos, es denigrante. El bus va lleno hasta la puerta, estoy tratando de subir a la escalerilla entre dos hombres. Hoy no quiero llegar al trabajo… esto me da una brillante idea: sin cédula no me dejarán entrar al edificio. Sin pensarlo mucho, busco con dificultad la billetera, no la encuentro, estoy dispuesta a desaparecerla, no se porqué pero tengo la sensación de que me van a requisar cuando llegue al trabajo.
Estoy como una loca. Las puertas del bus están a punto de cerrarse, los dos hombres me empujan hacia adentro como entre un sándwich. Quiero liberarme y quiero hacerlo ahora.  Me revuelvo frenética, mis manos actúan solas, se levantan y arrojan con fuerza hacia la calle la cartera de Louis Vuitton justo antes de que las puertas se cierren con violencia. Alcanzo a ver como las palomas se sobresaltan cuando les cae encima la pesada mole roja con pepas blancas. No hay nada que hacer. Estoy perdida.