lunes, 24 de septiembre de 2012

CHANNEL Nº5

Hoornbrug {Gouda-Holland}
Foto: "Hoornbrug {Gouda-Holland}" de RozeMeisje
Enviada por: Victoria Pinto
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Acabé mis días de una manera tan absurda como absurdo había sido mi paso por este mundo.

Ahora que mi perspectiva ha cambiado tan radicalmente, he podido observar que no estaba tan solo como yo solía pensar. Que los tipos insulsos que pasan de puntillas por el mundo abundan como la mala yerba; son (o éramos) tantos, que si corrieran al unísono hacia el este podrían incluso decelerar el movimiento rotatorio de la tierra. Pero de tan sosos que son, ¡jamás tendrán una idea tan luminosa como ésta!
Cuando echo la mirada atrás y repaso mentalmente los 57 años que pasé vivo (no “viviendo”), automáticamente se forma en mi cabeza la imagen de una rueda dentada. Una diminuta rueda dentada, de ésas que forman parte de las tripas de un reloj. Una rueda que pasa su vida girando, segundo a segundo, dentro del engranaje, debajo de la esfera, ayudando a mover otras ruedas para que, finalmente, las agujas marquen puntualmente la hora y se lleven todo el mérito dejando en el olvido al resto de la maquinaria…
Y así, girando y girando, pasé la totalidad de mi vida en Bötburgo, una de esas viejas ciudades europeas de ambiente rancio y sabor gris. Bötburgo no se caracterizaba por nada en especial, aparte de estar surcada por una nervuda red de canales de aguas demasiado densas y demasiado oscuras. Por lo general, el tiempo solía ser gris y desapacible, excepto durante un puñado de días en la temporada estival, en los que el sol brillaba con fuerza. Personalmente, esos días me desagradaban bastante, porque el sol daba color a la ciudad evidenciando los manchurrones de humedad en las fachadas que lindaban con los canales, y el agua, al entibiarse, emanaba un hedor dulzón que se impregnaba en la ropa.
Muy a mi pesar, mi vida discurrió estrechamente ligada a los canales.

Pasé mi infancia junto a mi familia en una barcaza amarrada en el canal nº4. Ahora esas barcazas son el último grito en lo que a vivienda juvenil se refiere; en mi época no eran más que sinónimo de pobreza.
Bajo uno de los puentes del canal nº13, a la edad de 27 años, di por fin al traste con mi virgo. No es un acontecimiento que me guste recordar, ya que los hechos se desencadenaron por una sucesión de confusiones y fantasías lisérgicas (una historia terrible), y aún no me queda muy claro si hubo alguna presencia femenina en el lugar…
Y a los canales dediqué mi vida laboral. Mi trabajo consistía en realizar el mantenimiento de las barandillas de los puentes, además de recoger cualquier atisbo de basura que pudiera aparecer flotando en las perezosas aguas (que en el 99% de los casos se trataba de basura producida por los jóvenes cool que vivían en las barcazas). ¡Malditos hipsters! Con el paso del tiempo fue tomando forma el conflicto que desembocaría en mi muerte.
Los canales de Bötburgo comenzaron a convertirse en zonas residenciales. Por alguna razón que mi educación no me permite comprender, las barcazas que tanto detestaba se tornaron en objeto de deseo para una ola de jóvenes mezcla de bohemios y hipsters. Iban recuperándolas y convirtiéndolas en casas flotantes. A primera vista, parece una idea romántica; pero lo que pasó es que mis tareas se multiplicaron por diez, por veinte o por treinta, no lo sé. Mis lunes se convirtieron en calvarios. Comenzaba la semana recogiendo los despojos de sus fiestas: botellas, vasos, ropa interior, montones de colillas, e incluso, en un par de ocasiones, sillas y algún colchón. ¿Qué carajo hacían para divertirse? Pero lo que más odiaba era, sin duda alguna, que aparcaran sus bicicletas en la barandilla de los puentes. Muchos de los puentes eran peatonales, y las bicicletas acababan por cortar el paso a los transeúntes.

Llegados a este punto, voy a hacer algo inusual: os expongo la “ante-moraleja”, que no es otra cosa más que explicar la moraleja de la historia antes de que ésta haya terminado:
No dejéis que la semilla del odio germine. No maldigáis en silencio, porque lo único que ocurrirá es que vuestra sangre se revolverá en las arterias, se ennegrecerá y contagiará al resto de vuestros órganos. Afrontar el problema tranquilamente es la solución.”
Y eso fue, precisamente lo que no hice. Mi odio fue creciendo en silencio día a día, segundo a segundo, al ritmo de la ruedecita dentada; mientras, los jóvenes se comportaban despreocupadamente, con una pizca de soberbia y grosería, como las típicas agujas del reloj.

El vaso de mi ira se desbordó la mañana en que me disponía a trabajar en el canal nº5. El puentecillo se encontraba atestado de bicicletas dejando un mínimo espacio para el tránsito. Exploté en un torrente de maldiciones cuando descubrí que habían sido amarradas a la barandilla con cadenas. Algunas cabezas asomaron por los ventanucos de las barcazas. Risillas sofocadas se oían desde sus camarotes. Más enfurecido aún, fui hasta mi casa a por mis herramientas. A los pocos minutos regresaba al puente, con mi cizalla arrastrando por el suelo y la mirada perdida. Mascullaba entredientes. Comencé a cortar una cadena, y otra, y otra... Agarré la primera bicicleta, la elevé sobre mi cabeza y, cuando me disponía a lanzarla por encima de la barandilla, ocurrió el desenlace.

Mis articulaciones estaban ya oxidadas y afectadas por reúma. Tantos años junto a las aguas del canal no podían ser buenos. Mis brazos fallaron, y la bicicleta cayó sobre mí. El manillar dio un golpe seco sobre mi frente. Perdí el equilibrio. Me balanceé sobre la barandilla. Caí semi-inconsciente a las aguas densas. La bici cayó sobre mí. Y ya está. Muerte absurda.

Nadie me buscó. Al faltar una bici, y sabiendo todo el mundo lo harto que estaba de todo, simplemente pensaron que había huido de Bötburgo. A los tres o cuatro días, durante la noche, salí a flote. Pero todo el mundo se encontraba durmiendo y nadie me vio. La lenta e irónica corriente del canal me situó bajo una de las barcazas que tanto odiaba, enredado en la cuerda del amarre. Y ahí sigo...

lunes, 17 de septiembre de 2012

LIBERACIÓN


Foto: Itziar Aio (Gracias!)
Enviada por: Javier García
Escrito por: Victoria Pinto (espero no herir susceptibilidades) (este cuento también ha salido de un ejercicio de la Escuela de Escritores de la Universidad del Rosario)

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He logrado superar todas las pruebas. Pasé la entrevista con el sicólogo, hablé en ingles fluidamente con el director de ventas, solucioné correctamente la formula en Excel para el jefe de sistemas, el presidente me entrevistó y lo hice reír. Este empleo es mío, no lo dudo ni por un segundo. Estoy esperando en la sección de recursos humanos, esperando que me lo notifiquen. La sicóloga sale y me sonríe.
-Diana, por favor pasa-

Me levanto con elegancia, camino con seguridad. Le doy la mano y estrecho la suya con cariño genuino y ella me devuelve el apretón. Me hace seguir a su oficina, me siento y dejo mi cartera Louis Vuitton de última colección sobre el escritorio. Sé lo que estoy haciendo, siempre tengo control sobre lo que hago: estoy impresionándola, por si acaso. Si no se han decidido por mí todavía, ahora lo harán.
Extiendo mis manos sobre la mesa y la sicóloga chilla -¡Que color de esmalte tan bonito!-
Sabía que le gustaría. Sonrío por dentro.
- ¿te gusta?, yo no estaba muy segura- le digo con fingida indiferencia.
Ella sonríe y empieza a hablar después de una pausa, como si fuera a contarme un secreto –bueno, quiero que sepas que has pasado todos los procesos de selección y que la empresa ha decidido contratarte.
-Lógico- pienso arrogante. -Muchas gracias por poner su confianza en mí- deberían ser ellos los agradecidos.
Ella me explica algunas otras cosas y luego me extiende el contrato para que firme. Yo no la oigo, estoy muy ocupada regodeándome por dentro. Sabía que me iban a dar este trabajo, soy la mejor. Que se preparen todos los vejetes, yo vengo con los conocimientos fresquitos, recién salidos de la universidad.
Cuando la sicóloga termina su discurso preparado, me levanto y giro la cabeza con un movimiento estudiado que hago para verme más femenina y le digo – Nos vemos mañana, a las 7. No puedo esperar-
Ella se despide con solemnidad. La he descrestado con mi estilo – ¡Ah! Una cosa más- agrega ella –recuerda traer tu cédula siempre, no te van a dejar entrar por ningún motivo sin identificarte-  Asiento con la cabeza.
Voy  hacia la salida con paso decidido, mis tacones retumban sobre el suelo de granito que me devuelve el reflejo. Me encanta este sonido. Es el sonido del triunfo.
Al llegar a la puerta giratoria, el vigilante se acerca para ayudarme a empujarla. Apoya su peso contra la primera hoja de cristal y luego los dos nos quedamos mirándonos boquiabiertos.
Se me para el corazón. No puede ser. Es Yeison.
-¿Diana?- me dice él visiblemente perturbado. ¿Como se atreve? ¿cómo me ha  reconocido?. Todo nuestro oscuro pasado vuelve para pisotear mi corazón como si fuera una tormenta de granizo.
- ¿Qué haces aquí?- pregunto furiosa
- Soy vigilante aquí- dice él dolido
Empujo la puerta giratoria con un movimiento brusco y salgo desesperadamente para tomar el aire fresco. Luego corro más o menos dos cuadras, lo suficiente para que nadie de la empresa me vea tomando el bus. Mi estilo se ha ido.
Esa noche no puedo comer ni dormir, la sola idea de que Yeison trabaje allí me da nauseas.
Seguro que va a contarles a todos en la empresa que soy una pobre secretaria, o aun mejor “chica del café”, que vendí mi alma para lograr vivir al norte de la ciudad y que en realidad no salí de la Universidad Javeriana como dije en la entrevista, sino del Instituto Triangulo. Yeison me odia, lo se porque lo dejé por Felipe, el que me deja vivir aquí sin que su esposa se entere.
Hasta me cambié el apellido. Aún así y pese a los consejos de la revista Cosmo no logro que mi pasado se olvide de mí y no vuelva a buscarme.
Logro dormir dos horas. Sueño con Yeison, que me espera en la puerta giratoria con un cubo lleno de agua y un trapo para lavar los baños. Me despierto sin respiración, lanzo un grito gutural y quedo sentada. Afuera ya es de mañana, tengo un hambre tremenda pero sé que en la nevera no hay nada, porque la empeñé para comprar la cartera de Louis Vuitton.
Salgo a la calle desesperada, no sé cómo he logrado vestirme. Le temo al escarnio público. Estoy segura de que cuando llegue me van a mirar raro. En la parada del autobús unas palomas se pasean por el suelo recogiendo cuanta porquería encuentran del piso, -así como yo, antes- pienso con amargura. Quiero patearlas, pero no lo hago ¡Maldito Yeison! Estoy furiosa y tengo miedo.
Diviso mi bus y le hago señas con las manos. Me busco las monedas entre los bolsillos, es denigrante. El bus va lleno hasta la puerta, estoy tratando de subir a la escalerilla entre dos hombres. Hoy no quiero llegar al trabajo… esto me da una brillante idea: sin cédula no me dejarán entrar al edificio. Sin pensarlo mucho, busco con dificultad la billetera, no la encuentro, estoy dispuesta a desaparecerla, no se porqué pero tengo la sensación de que me van a requisar cuando llegue al trabajo.
Estoy como una loca. Las puertas del bus están a punto de cerrarse, los dos hombres me empujan hacia adentro como entre un sándwich. Quiero liberarme y quiero hacerlo ahora.  Me revuelvo frenética, mis manos actúan solas, se levantan y arrojan con fuerza hacia la calle la cartera de Louis Vuitton justo antes de que las puertas se cierren con violencia. Alcanzo a ver como las palomas se sobresaltan cuando les cae encima la pesada mole roja con pepas blancas. No hay nada que hacer. Estoy perdida.

lunes, 20 de agosto de 2012

PARA UNA PERSONA AFORTUNADA


Foto: Ges Rules (Gracias!)
Texto: Victoria Pinto (Lo que escribí en un ejercicio de la Escuela de escritores)
Enviada por: Javier García

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En la estación del tren, 7:15 AM.

Una mujer esperaba con impaciencia. Tenía una pierna cruzada sobre la otra y la movía sin control hacia delante y hacia atrás, no se si lo hacia para no sentir frío o por la misma impaciencia. El banco donde estaba sentada, totalmente sumido en la sombra, hacia que ella tuviera un aspecto aun más helado. De repente miró hacia el infinito, como quien descubre el sentido de la vida; se levanto y se acerco a la carrilera, donde ahora, por efecto de la luz, se veía hermosa. Con su celular se tomó a si misma varias fotografías para las que posó sonriendo, después de cada toma examinaba la pantalla para saber como había quedado. Al llegar a la quinta foto pareció por fin estar satisfecha.  Melancólica, cerró los ojos y disfruto un momento de respiración profunda mientras que levantaba el mentón y los rayos de luz le acariciaban la punta de la nariz. Luego volvió al banco congelado y, aunque todavía sentía frío, ya no movía las piernas, se había quedado tranquila.

A lo lejos se oía el sonido del tren que estaba a punto de llegar; saliendo de su letargo corrió rápidamente hacia la parte delantera. Las puertas se cerraron y la vi pasar frente a mí. Mientras la seguía con los ojos, algo llamó mi atención, era el reflejo brillante de aquel celular afortunado, el cual me apresuré a agarrar pensando que podría devolvérselo, pero ya era muy tarde.

Oprimí cualquier botón y al iluminarse la pantalla no pude aguantar la curiosidad. Leí:

 “Me gustan las mañanas tibias, esas donde el sol te pega sobre las pestañas haciendo que pequeños círculos de prisma se posen sobre el aire, quisiera que al menos un día de mi semana transcurriera de esta forma: un viento tibio y una quietud que anuncia lo que viene, una noche espectacular.

No me gusta cuando, por el contrario, el mundo se despierta con una rutina acelerada, en donde en medio de todo nada importa, pero todo es de vida o muerte. Odio tener que despertarte con mi movimiento frenético para ir a un lugar en donde se que de antemano están esperando que falle.

Quisiera quedarme en casa, en silencio, en una mañana tibia, junto a ti.”

Un correo a medio escribir y que, junto con la fotografía que aquella chica acababa de tomar, debía ser enviado a una persona afortunada.

martes, 31 de julio de 2012

VUELTA DE NORIA

Foto: "CANDY" de Françoise Rachez
Enviada por: Victoria Pinto

Triste era ver la página tan inmaculada; ni una sola palabra, ni un punto ni una coma.
Eso sí era triste para Jean, ya que en esta ocasión, el editor le había brindado un buen margen de tiempo. Quizá ese montón de tiempo fue la principal causa de la continuada procrastinación a la que se había abandonado.
Si la amenazante página en blanco tuviera tantas frases como filtros chafados tenía en el cenicero, seguramente ya tendría su historia terminada. A su favor podía alegar las tareas diarias que por sorpresa aparecían, ya fuera por necesidad o por imposición ineludible de la gente que le rodeaba. Siempre había alguien que necesitaba de él que hiciera algo en su lugar. Pero era lo suficientemente mayor para saber que ésa no era precisamente la razón fundamental.

La página en blanco comenzaba a tener vida propia... Incluso el silencioso zumbido de su computadora parecía ser interrumpido por los incipientes latidos del monstruo blanco. Ya no lo soportaba más. De golpe, cerró la tapa del portátil y dejó caer los hombros reconociendo la derrota.
(Suspiro)

Se calzó unas deportivas y salió de casa encendiendo un cigarro. Bajando por las escaleras se cruzó con un par de vecinos que le brindaron algún gruñido de disgusto por su fea costumbre de fumar en zonas comunitarias. Por lo general, él mostraba indiferencia hacia sus vecinos, aunque en su interior se lamentaba por la mala relación que mantenía con ellos... Se sentía como el bicho raro del portal, el único que no conocía los detalles de sus vidas y que herméticamente ocultaba los suyos de ellos. Mentalmente lo anotó en su lista de “mecanismos de defensa a eliminar”.

Comenzó a caminar sin rumbo por la calle, enfrascado en una ristra de pensamientos que poco a poco le iban descubriendo su realidad. De calle en calle, Jean iba realizando un ordenado esquema mental de su situación. Quería obtener una visión global que le descubriera qué estaba haciendo mal y cómo podía cambiarlo. Se dedicó a englobar, encuadrar y unir con líneas todos los aspectos de su persona que de alguna manera u otra mejoraban o hundían su estilo de vida
Cuarenta y cinco minutos después, se detuvo bruscamente. Había recorrido la ciudad de punta a punta y se dio cuenta de que había caminado por calles llenas de gente con ropa colorida, calles adornadas con banderolas e impregnadas de olores dulces... Se había detenido frente a la entrada de la feria. En su ciudad se celebraban las fiestas patronales, aunque él, sumido en su modo de vida ermitaño, no se había percatado de ello. Sin pensarlo demasiado, se zambulló en el ruidoso río de gente, globos, olores y músicas que discurría por las avenidas de la feria, con la intención de que sus pensamientos siguieran aflorando libremente.

No estaba acostumbrado a las aglomeraciones, por lo que en unos minutos comenzó a sentirse agobiado y mareado. La música le parecía atronadora y descompasada, los olores penetraban con violencia en su nariz, la gente le empujaba y chocaba con él como si no lo vieran llegar. En el preciso instante en que el esquema final de su realidad apareció diáfano en su mente, se detuvo con brusquedad. Tenía en la nuca esa extraña sensación que se produce cuando crees que alguien te está mirando fijamente. Giró sobre sus talones y lo vio. A dos metros, inmóvil, un chico le observaba. Estaba de pie en mitad de la avenida. Era desgarbado, un poco ojeroso y vestía con gracia ropa vieja. No era realmente guapo, pero algo en su pose y su actitud provocaba cierta atracción. Su mirada le había atrapado y, curiosamente, nadie atravesaba la línea que se había formado entre ellos. El chico esbozó una media sonrisa y comenzó a caminar hacia su izquierda.
Jean alzó la vista y vio la noria. El chico se dirigía hacia allí, así que se apresuró para no perder su pista. Al girar la esquina de una caseta, volvió a encontrarlo. Estaba sentado solo en la cesta de la noria. La pequeña portezuela abierta sabía claramente a invitación. El chico simplemente miraba hacia otro lado con el mentón apoyado sobre una mano. En contra de su lógica y su miedo a las alturas, Jean se introdujo en la cesta y se sentó frente al extraño. Como si nada hubiese ocurrido, éste se inclinó y cerró la portezuela, volviendo a su pose contemplativa.
Un feo chirrido anunció que la maquinaria de la noria había empezado a girar. La cesta se agitó con fuerza y Jean se aferró tan fuerte como pudo. Las alturas siempre le habían asustado. A medida que la cesta iba tomando altura, Jean sentía cómo su caja torácica iba menguando y cómo sus piernas pesaban más.
–Tienes los nudillos blancos, Jean...–dijo de repente el extraño–Es más, tienes tanto miedo que ni siquiera te sorprendes de que sepa tu nombre, ¿cierto?–y soltó una carcajada.

En medio de su ansiedad, Jean notó que el extraño no había movido sus labios ni un milímetro. Y peor aún, creía haber reconocido su propia voz en sus palabras.
Estaba anocheciendo. La cesta ascendía meciéndose suavemente. Con la altura, los olores se iban desvaneciendo, las luces se iban debilitando y la música sonaba amortiguada. En la cesta, las sombras se iban acoplando a las suaves luces de colores de la noria.

–No es necesario que hables, sólo escúchame–continuó el chico.
«Mi nombre es Jean, como el tuyo. Si te dijera mis apellidos, comprobarías que también coinciden con los tuyos. Y así podríamos seguir con cualquier dato que te diera, Jean. Yo también tengo miedo a las alturas, aunque es algo que estoy superando.»

Jean escuchaba con los ojos como platos.

«¿Qué tal te ha ido con ese esquema mental? Creo que en el momento en que te diste cuenta de mi presencia, habías llegado al final de tus pensamientos. ¡Qué casualidad, ¿eh?! Ya habías localizado esos aspectos de tu vida que te están lastrando, y sé que en ese momento te estabas haciendo una pregunta. ¿Cuál era, Jean? ¿La recuerdas?»

–“¿Quién sería yo si me deshiciera de esas cosas?”–dijo Jean en voz alta. En ese preciso instante, la cesta se detuvo bruscamente. Se encontraban en lo más alto de la noria. La brisa era fresca, y la visión del atardecer anaranjado en el horizonte se le hacía reconfortante a pesar del miedo.

YO soy la respuesta, Jean–dijo inclinándose y acercando su cara a la del mediocre escritor. Jean no fue capaz de articular una palabra cuando comprobó que realmente se encontraba ante una versión desconocida de sí mismo.–Sólo quiero que des el primer paso para cambiar todo eso que pesa dentro de ti. Sabes qué cosas están mal y sólo tienes que deshacerte de ellas. Sabemos cuánta importancia les das y qué diferente sería todo sin ellas. Sólo tienes que dar un paso...
Dicho esto, el nuevo Jean abrió la portezuela de la cesta mostrando el camino con su mano extendida.

La noria terminó de dar una vuelta completa. De la cesta se apeó un solo chico, que bajó sonriendo y hablando al operario de la noria de las preciosas vistas que había desde arriba. Un solo chico que se compró un pedazo de coco en uno de los puestos de la feria, y que se fue a casa saboreándolo mientras pensaba en el artículo que tenía que escribir. Un chico que sólo necesita unos minutos en lo alto de la noria.

lunes, 16 de julio de 2012

UNA PILA DE AMARGURA


Foto: Fabiana Gauto (Gracias!)
Enviada por: Javier García
Texto por: Victoria Pinto 
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Elsa se arremangó las mangas de la camisa y pego un largo bufido de cansancio. Los papeles sobre su escritorio se amontonaban cada día más sin que ella se atreviera a mirarlos, simplemente los dejaba ahí, sin hacer nada al respecto. Cuando su jefe le pedía cuentas sobre el avance de aquellos proyectos ella le explicaba que no había tiempo y que tenía mucho trabajo,  los iría despejando uno por uno cada vez que tuviera un segundo libre. Y si era verdad que cada vez que estaba en su oficina atinaba a agarrar uno de los folders de la pila y lo leía sin saber qué hacer. Cada carpeta contenía un pedido para su departamento que ella debía responder y llevar a cabo a la mayor brevedad posible. Un día la pila se hizo tan alta que Elsa se quedo bloqueada y desde hacia dos semanas que solo se sentaba a observar directamente el montón de papeles preguntándose por donde podría empezar.
El resto del día asistía a reuniones y realizaba actividades urgentes, que no daban espera y que daban la ilusión de que siempre estaba demasiado ocupada. Aun así Don Elias, el dueño de la empresa, confiaba profundamente en ella y le exigía cada día más.
Había sido un desafortunado día más en la vida de Elsa cuando su coordinador  de eventos renuncio, justo 3 semanas antes del lanzamiento de la nueva colección de invierno; Elsa trabajaba en una empresa de ropa formal masculina y este era quizás el evento más importante del año en su ámbito. El pobre hombre de 25 años no había aguantado más luego de que Elsa lo había enviado a pagar las cuentas de sus servicios públicos a las 12 del medio día. Había soportado dos horas y un poco más esperando en la fila del banco, hacia sol y no había almorzado, solo para que cerraran porque el camión de valores había llegado justo en ese momento a recoger el dinero del cajero automático. Cuando abrieron de nuevo a eso de las 2:45 solo quedaban siete personas fuera del banco;  estando casi adentro el vigilante había gritado -son las 3!- y había cerrado la puerta justo al frente del joven aterrorizado por la idea de llegar sin los recibos pagados. Infructuosamente rogo al vigilante que le dejara pasar, le explico una y otra vez que había hecho la fila durante dos horas, incluso trato de reclutar a otras personas que estaban en la fila para que protestaran con el y los dejaran pasar pero el mundo ya no es el mismo de antes y las personas simplemente se dispersaron. Al llegar a la empresa con los servicios sin pagar Elsa se había enfurecido, con una voz fastidiosa y condescendiente le había recordado a su subalterno todos sus defectos y las razones por las cuales era un incapaz, luego recordó que aquella noche ella tenía que trabajar hasta las 10 de la noche, realmente estaba molesta por esto y sentencio: -te quedarás aquí conmigo hoy hasta que organices la ubicación de todas las personas que asistirán al evento-
El joven respondió rogando por segunda vez en el día, explicó que esa noche debía acompañar a su esposa embarazada a un curso psicoprofiláctico. Elsa levanto una ceja, su famoso gesto de intransigencia, dio un paso hacia atrás y se alejo hacia su oficina. El joven planeador de eventos se quedo helado, más luego se lleno de una furia tal que fue hasta su pequeño escritorio situado en un rincón sin luz en los sinfines del segundo piso, borró los discos duros, no dejo ni rastro de la información que contenía su computadora,  trituro todos los papeles, redacto su carta de renuncia irrevocable, la dejó bajo el pisapapeles que había regalado la empresa  en navidad el año pasado, empaco sus pertenencias en una caja (eran pocas, a Elsa no le gustaba que nadie trajea sus cosas personales a la oficina), se robó la perforadora de papeles y se marchó.
A Don Elías francamente no le importaba si había o no planeador de eventos, Elsa tendría que responder. De inmediato Doña Lucrecia, la encargada de recursos humanos hizo poner un aviso en el periódico donde solicitaban planeador de eventos con experiencia y sobre todo con alta tolerancia a la presión. Los días siguientes hubo pasarela de casi-adolescentes y desempleados mediocres en la recepción del edificio, Elsa los despachaba uno tras otro con una pericia malvada
-2 años de experiencia? Porque me hacen perder el tiempo?-
- ha planeado múltiples eventos, entre ellos los 15 años de su hermanita…. En serio?-
- responsable por eventos de gran envergadura en su pueblo natal? Y soltaba una carcajada irónica-
Así uno tras otro se fueron, algunos incluso lloraron, ninguno servía  para lo que necesitaba Elsa: alguien que planeara un evento en 3 semanas, las invitaciones ya estaban en el correo, no había vuelta atrás.
Faltando una semana para el esperado evento Elsa tuvo que quedarse hasta muy tarde en su escritorio, la cantidad de problemas por resolver la apabullaba y por un momento se recostó en una silla mecedora que usaba en casos de estrés extremo, se dio cuenta de que la despedirían si el evento no salía como tenía que salir. Hacía falta llamar a los medios y sobornarlos un poco para que aparecieran por allí, contratar los músicos, contratar el servicio de banquetes, contratar los modelos, en fin… tendría que empezar de cero, estaba desesperada y entrando en un ataque de pánico, aun así nunca se le ocurrió que toda su racha de mala suerte era enteramente su culpa.
Decidió contratar alguno de los infelices que se le presentara al día siguiente, no importaba quien, alguien a quien darle ordenes y a quien responsabilizar. Pensó de paso que además de la planeación de eventos pondría entre las responsabilidades del recién contratado responder por todos los papeles que se apilaban en su escritorio. Así, contenta de haber encontrado una solución se levanto de la mecedora, se puso los zapatos y se dispuso a salir, camino por entre los cubículos ennegrecidos por la noche, bajo las escaleras aun metida en sus pensamientos y de repente se choco contra la puerta cerrada de la entrada principal. Asustada observo su reloj para ver que eran las 11:17 de la noche y el portero ya se había ido para su casa, a descansar, cosa que claramente ella no lograría hacer esa noche. Dio varias patadas en el vidrio de seguridad hasta recordó la cara que pondría Don Elías si recibía un llamado de la empresa de seguridad informándole que se había activado la alarma a media noche. Se lo imaginó con pijama y  pantuflas de rayas despidiéndola delante de los policías que la sostendrían esposada y decidió que mejor no intentaría salir.
Subió con lagrimas en los ojos de nuevo a su oficina, agarro algunos abrigos que habrían de estrenarse en la fiesta de lanzamiento y se los puso, muerta del susto como nunca por cada cosa que crujía bajo el frio de la noche incluso alcanzo a divisar un par de fantasmas que nunca supo si fueron realidad o mentira. Logro dormir un poco más de una hora lamentándose de su pobre situación. Al día siguiente se lavo un poco en el baño y trato de cambiar el aspecto de su ropa para que nadie supiera lo que le había pasado.
Lo que Elsa no sabía es que hoy era su día de suerte. Porque mi compañía estaba encargada de arreglar el evento de lanzamiento que se venía planeando hacía más de cuatro meses, su planeador de eventos en un destello de inteligencia nos había contratado y habíamos pactado una cita una semana antes con su jefe, Doña Elsa, para confirmar los últimos detalles y recibir el pago final.  Como hacía casi un mes que no sabía nada de ellos y ya estaba todo listo, me dirigí a la fábrica para cumplir con la cita.
Al llegar, en la recepción me recibió una masa confusa de personas con currículos en la mano. Me acerque a la secretaria y le comenté que tenía una cita a las 8 am con Doña Elsa, nunca la había visto y tenía muchas expectativas. Esperé largo rato hasta que se cumplió una hora y media, la espera fue bastante incómoda, oí los chillidos groseros que Elsa le prodigaba a todos los que entraban a su oficina. Me disponía a irme cuando llamó a su recepcionista quien le respondió que solo quedaba una sola persona en la sala: yo.
Subí las escaleras hasta su oficina con decisión, esperaba que le gustara lo que habíamos preparado para el lanzamiento de la colección, mientras subía saque una carpeta de mi cartera donde tenía varias imágenes para mostrarle. Al entrar en su oficina me recibió con una mirada huraña, no se levanto para darme la mano y tampoco recibió la mía. Ignorando todo esto abrí la boca para darle los buenos días cuando ella intervino preguntándome por mi currículo. Confundida respondí que no lo había traído – pero traje la propuesta- interpelé. –Cual propuesta? A mí lo que me interesa es que la gente que venga a mi oficina llegue bien preparada para las entrevistas, con su currículo en la mano, mínimo que use tacones y venga bien maquillada, de otra forma no sé cómo pretende que la contrate como planeadora de eventos-
Me quede muy confundida mirándola a los ojos. De repente me di cuenta de su error y trate de explicar pero ella no se callaba, insultando cada centímetro de mi hasta que llego a las cejas y al cabello, al final descaradamente y para ocultar su propio olor de persona que no se ha cambiado de ropa desde ayer,  me sugirió usar algún tipo de perfume.
Para ese momento y mientras ella lanzaba su discurso yo había descifrado lo que había pasado con el asistente de eventos. Agarré mi carpeta, me despedí cordialmente y la deje allí.
Supongo que hoy todavía está enterrada bajo su pila de amargura.


lunes, 9 de julio de 2012

CUPERI AMICITIA


    Fotografía por: Victoria Pinto
    Texto: Javier García

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A veces leyes son estrictas y no entienden el funcionamiento del corazón.

Tengo una fotografía mental. Un recuerdo de un instante, de un momento acompañado por una sensación de bienestar. Un sentimiento de orden, de calidez, como cuando las cosas son como deben ser... Una imagen teñida del cálido dorado con que la memoria distingue y clasifica los recuerdos importantes de los triviales o los dolorosos.
En mi fotografía, me encuentro en la caseta del jardín con mi abuelo. Él se está sentado sobre el borde de una silla, observándome de reojo con media sonrisa (la que le caracterizaba) mientras afila y lustra su navaja boletaire. En frente, repantigado sobre las zapatillas de mi abuelo y lanzando sonoros y placenteros ronquidos mientras duerme, se encuentra Cúper, un enorme pero afable braco alemán. Puede sonar ridículo, pero cuando pienso en aquel noble perrazo puedo alcanzar a sentir un levísima punzada de envidia... Creo que no hubo persona humana sobre la tierra que llegara a tener lazos tan fuertes con mi abuelo como los que Cúper estableció con él. ¡Se trataba de una verdadera conexión espiritual!
Frente a mi abuelo, a un par de metros, me encuentro sentado sobre el suelo de cemento, leyendo con dificultad esa enciclopedia micológica que a lo largo de los años él había elaborado con su dudosa caligrafía. A un lado, descansa volcada su cesta para las setas.
Los rayos de luz (dorados en mis recuerdos) entran oblicuos por ventana y puerta, creando luces y sombras, y dejando a la vista el fino polvo que flotaba sobre el ambiente.

Qué fáciles eran entonces las cosas... Todo fluía con sencillez...

Cúper, al igual que yo, amaba a mi abuelo. Lo amaba desde el mismo día en que mi abuelo lo encontró de cachorro en una profunda zona del bosque. Aún no me explico cómo fue a parar allí el perro, aunque a veces dejo que la imaginación gane la partida y pienso que un ente superior puso al can en el camino de mi abuelo. Cúper lo amaba tanto que adoptó la afición de mi abuelo por las setas afinando su olfato para encontrar e identificar aquellas que mi abuelo deseaba.

Mis ideas y mis presentimientos sobre su conexión espiritual se confirmaron el día en que ambos murieron. Mi abuelo cayó por un desnivel en el bosque mientras buscaba setas con Cúper.
Los vecinos que salieron en su busca durante la noche, cuentan que encontraron a mi abuelo en el fondo de un pequeño barranco. Y que Cúper, aunque ileso, yacía inerte arrellanado contra su cuerpo. Simplemente se había dormido junto al cadáver de mi abuelo para dejar de respirar también.

Si las leyes fuesen un asunto cabal, Cúper descansaría en el camposanto junto a mi abuelo. Pero la legislación es en ocasiones un dique que entorpece el curso natural de las cosas. Mi abuela, aun sin estudios, fue muy sabia. En un alarde de lucidez y amor, decidió, con el beneplácito y comprensión del resto de los vecinos, que los enterraría juntos en el patio, bajo el jardín. Y ahí es donde año tras año crece un manto de setas de color cobrizo, desconocidas hasta la fecha...

sábado, 16 de junio de 2012

MOVIMIENTO

Chaos Organized
Foto por: Carmen Moreno. Feliz Cumpleaños!! (Gracias por prestarnos tu foto)
Enviada por: Javier García
Texto por: Victoria Pinto
"BSO" : Soul meets body

Casi el día menos caliente del verano. Jane lanza pensamientos al viento mientras juega con el mecanismo hidráulico de su silla, hacia arriba y hacia abajo, de nuevo una y otra vez, el aire acondicionado le da exacto en las pantorrillas haciendo que su puesto de trabajo sea un pedazo de cielo. De repente tiene un sobresalto y dirige la mirada al infinito, como si se diera cuenta de que alguien ha estado observándola, estira el cuello hacia adelante alcanzando a descubrir por dos centésimas de segundo que escribo sobre ella, como un espíritu literario que da un paseo por un momento detenido en el tiempo.
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Es lo que siente Jane todos los días desde hace un mes, acercándose las 12, inmersa en uno de los días más movidos del año, mientras observa como todo y todos se mueven pero ella se queda quieta. Es una sensación extraña, de una vida melancólica.

Cuando era pequeña deseaba tener exactamente este tipo de trabajo, donde desde una posición cómoda pudiera observar a los demás y preguntarse a sí misma cosas sobre sus vidas; ¿hacia dónde irán hoy? ¿Quién los está esperando? Eso es exactamente lo que obtuvo, después de graduarse como historiadora había obtenido el trabajo de sus sueños en un museo. Los primeros años fueron divertidos, secretamente llevaba un diario donde recopilaba las preguntas más frecuentes que hacían las personas. También acostumbraba describir allí las historias que veía de lejos desde su puesto: parejas que discutían, niños que por un momento se extraviaban.
Pero este día en especial no había sido nada divertido, la melancolía por la vida se estaba agotando. Jane siente que es hora de ponerle un poco de movimiento a su propia historia, la cual piensa que ha sido una sucesión de hechos aburridores, hasta su propio nombre es aburrido, “Jane”. ¿Estaría predeterminada desde el nacimiento a vivir una vida sin sorpresas?
Hasta el día de hoy Jane salía de su casa todos los días y regresaba en la noche a la misma hora, preparaba un chocolate caliente y se iba a la cama, los sábados iba al mercado y los domingos enviaba su ropa a la lavandería. Ocasionalmente y solo en fechas especiales salía con sus compañeros del museo, porque alguno estaba cumpliendo años, pero regresaba a su cama antes de las 12.
“Quiero despertar en una ciudad que nunca duerme” era la frase más odiosa que ella podría escuchar en una canción. No la había entendido hasta ahora; que si Nueva York tenía corazón propio, para ella eso era masacrar los derechos de los empleados para disfrute de unos cuantos turistas con afán de conocerlo todo en un solo día. Algunas veces al año a Jane le pedían que trabajara en horarios nocturnos, ella odiaba esto. Se perdería de sus programas favoritos, la harían salir de su rutina todo para que la “ciudad nunca pudiera dormir” - la pobre, debe estar muy cansada-  solía pensar ella.
Ya llegaba a los 37, y hasta ahora la historia de los demás había sido su única compañera. Era tiempo de ponerle curvas, pasadizos y sorpresas a su vida. Observo detenidamente y por última vez  su alrededor en el museo y no sintió tristeza. Lo primero que hizo fue levantarse de su silla e ir a admirar algunas obras de arte, nunca lo había hecho realmente. Se emborracho con los colores y las técnicas, conoció gente nueva que se contagio con su entusiasmo y luego… luego fue hora de renunciar. Si, nadie puede vivir una vida completamente libre amarrado a una silla en el trabajo, en la ciudad más emocionante del mundo, cuando afuera pasan cosas increíbles.

Debido a que Jane era prácticamente un activo del museo (había trabajado tantos, tantísimos años allí) el dinero de su liquidación era exorbitante. Aún así no se aventuro hacia Europa, Asia o Latinoamérica como muchos se imaginarían, tampoco quiso ir hacia Australia a surfear las olas. La torre Eiffel tendría que esperar, haría rappel en la muralla china el año próximo, los pingüinos en el polo sur no se desesperarían si ella no llegaba hoy. No, ella se dedicaría en cuerpo y alma a la fabulosa Nueva York, había vivido tantos años allí, y no la conocía, no entendía de donde salía tanta emoción ni tanto aspaviento, no entendía porque tanto turista, tantas cámaras fotográficas, autobuses de city tour ni mucho menos de donde habían salido todas esas canciones dedicadas a una sola ciudad.

Jane decidió que para conocer Nueva York tendría que ir armada de mucho más que sus zapatos bajos de tacón 4 centímetros. Hizo una lista de aditamentos “útiles para recorrer Nueva York” que incluía: I pod con canciones favoritas, audífonos normales y audífonos noise cancelling (es una ciudad bastante ruidosa, si iba a recorrerla lo haría a su manera), canasta para picnic en central park, cámara fotográfica, curso de fotografía básica, libro para ojear en los recorridos del metro, brillo para labios etc. Al caminar por el asfalto sintió la humedad de una brisa extremadamente ligera que le pegaba el pelo a la cara y creyó que era feliz. ¿Qué importa la ciudad y su descanso? Ella quería aprovecharse del mundo y de las latitudes insomnes, pues no era demasiado tarde.

En algún momento de su aventura volvió un día a visitar el museo. Lo recorrió con ojos de niña, como quien nunca ha visto una gota de pintura en su vida, demoro su visita cuanto fue necesario hasta haberlo absorbido con el alma.

Después, siguió su camino, nunca más sería una figura estática de ese no lugar, y es por eso que hoy en la foto más arriba no se puede ver a Jane, ella está en movimiento o ya ha salido del museo, no sabemos.

viernes, 1 de junio de 2012

PERFORMANS (performance)

Cartas de amor
Foto: "Cartas de amor" de Luisina Sereneli
Enviada por: Victoria Pinto


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La corporación en pleno votó a favor de aquel controvertido punto del día. Ni alcalde ni ediles podían evitar mostrar un ramalazo de vergüenza, pero la situación de las cuentas municipales no dejaba otra salida.

Un par de meses antes, un conocido agricultor de la villa, Demi (de Edelmiro), volvía a casa después de una intensa jornada agrícola, no sin antes haber hecho la obligatoria parada en la fonda que queda a la entrada del pueblo. Animado por la presuntuosa valentía de varios vinos, pensó que atajar con su tractor por el centro del pueblo era una idea luminosa, y allá se dirigió.
Nadie en el pueblo y alrededores pondría en duda la destreza de Demi al volante de su Fergusson rojo, pero aquella fatídica tarde-noche, un perro bastante desagradable a causa de la sarna, que había llegado al pueblo ese preciso día vagabundeando desde no se sabe dónde, decidió atravesar la plaza desierta coincidiendo en tiempo y espacio con el tractor Fergusson rojo del “alegre” Demi.

Los vinos habían contribuido con mucha efectividad a la reducción de la vista periférica de Demi; es por eso que no vio al perro mestizo y sarnoso hasta el preciso momento en que se encontraba frente a él. Torpemente, giró el volante (en sus posteriores relatos, Demi describiría el volantazo como una maniobra osada y heroica) perdiendo el equilibrio e impactando su cabeza contra el cristal de la puerta derecha y quedando momentáneamente inconsciente. Tras avanzar unos metros fuera de control, el Fergusson rojo se detuvo con una sacudida seca.
Nadie, excepto el perro sarnoso y Don Froilán El Párroco, se percató de lo que había ocurrido. Aunque Don Froilán, hallándose más envuelto aún por los vapores del vino que el mismo Demi, olvidó el estruendo casi al momento.
Unos treinta minutos después, Demi volvió en sí. Se apeó como pudo del Fergusson y se plantó de pie junto al tractor rascándose la coronilla y preguntándose qué diantres había ocurrido. De repente, aterrorizado, vio que algo asomaba bajo su máquina. Rodeó el vehículo hacia la parte delantera, y con un largo suspiro comprobó que la única víctima del suceso había sido el buzón de Correos del pueblo.

A la mañana siguiente, todo el pueblo ya era conocedor del accidente. Bueno, todos excepto Don Froilán, que aún no había despertado de su apacible sueño etílico.
Como el servicio postal se realizaba tan sólo cada quince días y el buzón estaba rebosante de correspondencia, el alcalde había asignado a un vecino la tarea de recoger y devolver a cada quien las cartas que infructuosamente habían depositado en el buzón de color amarillo rancio. La sorpresa de este vecino fue grande cuando descubrió que muchas cartas no estaban dirigidas a lejanos destinos, sino que se trataba de correspondencia entre personas vecinas del pueblo. Como por ejemplo, varias cartas remitidas por Don Froilán para la mujer de Longinos, El Zapatero. Pero bueno, ésta historia queda apartada por el momento, ya que no es lo que había venido a contar. ¡El dichoso párroco daría para escribir toda una trilogía de mamotretos!

La corporación municipal acordó reunirse con carácter de urgencia esa misma tarde, después de la pertinente siesta. El alcalde, que era un sentimental, realizó un pequeño discurso ensalzando las virtudes del viejo buzón que tantos años había pasado en el rincón de la plaza, en el que tantas y tantas veces la gente había depositado sus cartas con sus ilusiones, sus noticias buenas o malas, sus historias de amor... Acabó con voz grave su homilía, tratando de convencer a sus oyentes de la imperiosa necesidad de reemplazarlo “ipso facto”. El pueblo no podía pasar sin un buzón. Una de las personas que más aplaudió el discurso fue Don Froilán, aunque nadie sabe por qué...
Tras la aprobación y celebración de la magnífica arenga del alcalde por parte de los ediles y de los cuarenta vecinos que asistieron al pleno, Benigno, El Tesorero municipal, se puso en pie y declaró que económicamente era imposible hacerse con un nuevo buzón. El estupor invadió a todos los presentes, incapaces de imaginar un futuro sin el buzón de color amarillo rancio. Don Froilán estaba muy afectado, pero nadie se dio cuenta en medio de aquel ambiente de fatalidad...
Después de una hora en la que todos aportaron soluciones imprecisas y poco efectivas, Severino, un joven muy vivaz, pidió la palabra y se dirigió a sus vecinos relatándoles una historia reciente:

Una semana antes, Severino y varios zagales más del pueblo se habían trasladado hasta la capital con el fin de conocer y disfrutar de las mozas de ciudad que tanto idealizaban en su inquieta imaginación. Habían recorrido varios establecimientos divirtiéndose de lo lindo y tomando no pocas bebidas “espiritosas”. Finalmente, dieron con sus huesos en un local de ambiente intelectual, donde intentaron intimar con varias chicas que pasaban el rato por allí. Ante las repetidas negativas por parte de las chicas, en un precipitado arranque de ira y orgullo herido, Severino y varios de los muchachos se hicieron con un precioso buzón rojo “Hallet-Marshall” que se encontraba en un rincón del bar. Pusieron pies en polvorosa portando entre varios el pesado buzón, lo metieron como pudieron en el coche y salieron picando ruedas en dirección al pueblo. En resumen, no se sabe si gracias al azar, el destino o la Divina Providencia, el pueblo había podido solucionar el grave problema del buzón. Y todos encantados con el color rojo, porque a nadie le gustaba el color amarillo rancio del antiguo buzón...

Al día siguiente, entre fanfarrias de dulzaina y tambor, se procedió a una ceremoniosa colocación del nuevo buzón. Después de unas palabras del alcalde y tres “Viva Severino”, los vecinos, en fila india, procedieron a depositar toda su correspondencia. Incluso algunos, movidos por la emoción del momento, quisieron aportar su grano de arena a la celebración introduciendo meros sobres vacíos (nadie quería ser “el único que no estrenó el buzón”). La fila empezó a avanzar, pero... la sorpresa fue muy grande al llegar Don Froilán a la boca del buzón y descubrir que era imposible meter una carta más. ¡Tan sólo cinco vecinos habían podido hacerlo! Nadie entendía nada. Algunos achacaban el suceso a que las cosas en el extranjero se diseñaban mal. Otros, pensaban que quizá Don Froilán había ocupado todo el espacio con sus numerosas cartas. Había quien conjeturaba que quizá Severino había robado un buzón falso... El alcalde, poniendo orden, le pidió a Arcadio El Herrero que abriera el buzón. Quizá estaba ya lleno de cartas, o comprobarían si el buzón era falso... El caso era que Arcadio lo abriera.

La conmoción que se produjo tras la apertura de la puerta del buzón es inenarrable. El alcalde se quedó paralizado. Varias señoras cayeron desmayadas al suelo. Los hombres más rudos se santiguaban. Severino enmudeció por siete largos meses.
Dentro del buzón descubrieron el cuerpo sin vida de un chico ataviado con una peineta roja colgada del cuello, un sombrero cordobés y gafas negras de pasta. A parte de las misivas de los vecinos, el chico tenía un buen número de sobres, un libro de poesía, un bote vacío de gominolas y multitud de pegatinas de colores con palabras escritas.

Lectores, sentíos privilegiados porque los vecinos del pueblo jamás supieron ni averiguaron el porqué del fatídico hallazgo. Como en esas series detectivescas en las que en el último momento se explica el verdadero desarrollo de los hechos, os contaré que Severino y sus amigos arribaron a un establecimiento de intelectuales en el que un poeta llamado Bruno Brandini realizaba una perfomance dentro de un buzón. El acto consistía en que los clientes del bar dejaban una carta en el buzón y, a continuación, Bruno Brandini les leía unos versos desde la boca del buzón y les obsequiaba con una gominola en forma de corazón y una pegatina con los versos que había leído. A causa del embrutecimiento del alcohol, ni Severino ni los otros zagales se habían dado cuenta de que el buzón tenía un habitante. Bruno Brandini se había desmayado tras golpearse la cabeza y había despertado varias horas después sin saber que el buzón se encontraba en un cobertizo nada transitado, detrás del corral del padre de Severino. Durante un par de días, Bruno sobrevivió comiendo gominolas, pero acabó falleciendo por congelación. No os asustéis. Se durmió y ya no volvió a despertar. Seamos benignos...

Volviendo al pleno del primer párrafo, celebrado tras el descubrimiento del cadáver de Bruno Brandini, finalmente se resolvió esconder el cuerpo en el canal que discurría junto al pueblo. La razón es que, Hilario, uno de los concejales, que tenía una prima casada con un guardia, afirmó que si daban aviso a las autoridades, probablemente se llevarían el buzón y, como ya dijimos, la situación de las cuentas municipales no daba para comprar uno nuevo.

A veces tengo la impresión de que la vida es una “performans” muy cruel...

martes, 15 de mayo de 2012


Foto: The Man of the Tower. Por  Irene Ruscalleda. Gracias!
Enviada por: Javier García
Escrito por: Victoria Pinto (Este escrito tiene "Banda Sonora", lo escribí mientras oía All the Right Moves de One Republic)

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Cada día, a las 5 am.
Todos los días sin faltar un sábado ni un domingo allí estoy, observando a través de la puerta o dando un paseo mientras miro al piso, evaluando mis zapatos brillantes.
Porque no me acuesto hasta que no estén completamente brillantes.
Soy la cara de este edificio, soy la llave de esta puerta y como yo sea así van a juzgar a toda la torre. Eso es lo que me han dicho en los cursos motivacionales que nos regala la organización cada dos semanas, y yo lo creo firmemente y lo repito a cada instante. Yo “poseo” esta torre.
Cuando llego en las mañanas, el otro hombre, el vigilante nocturno, me deja dirigiéndome una mirada de envidia, sabe que lo mejor viene, porque en la noche nada pasa, pero de día… que día! Aquí ocurren más de mil quinientas situaciones asombrosas. Alguna vez el propio presidente de los Estados Unidos apareció de la nada, por una de las puertas que provienen del parqueadero, a mi no me avisaron y no tuve  oportunidad de abrir la boca ni para saludarlo, uno de sus agentes me arrincono contra la pared y me dijo “ahora estamos a cargo, lo tenemos todo controlado” y así me robo mi pequeño cuarto de hora de fama. En otra ocasión el dueño del edificio me habló y luego me dio las gracias cuando impulsé la puerta delante de él. Ese día abordó su auto en la calzada del frente. Fue algo emocionante.
La mayoría piensa que no hablo ingles, pero no, yo soy de aquí, como cualquier otro y si que vengo de Queens pero llego a tiempo y nunca jamás me he retrasado ni cinco minutos. Cuando no hay mucha actividad me paseo por el pasillo lentamente, como rumiando en mis pensamientos, pero en realidad lo mío es ver a la gente pasar.
Soy un hombre muy buscado…
Como director de seguridad y además porque soy el mejor agente turístico para los altos mandos aquí. Yo siempre se donde es qué en esta ciudad, y soy capaz de conseguir un taxi bajo la lluvia a cualquier hora del día. Nunca se ha colado alguien durante mi ronda en más de 15 años de trabajo.
En efecto, me buscan de bastantes edificios, más grandes y mejor pagados, pero nunca he aceptado, este edificio tiene algo que nadie más me puede ofrecer:
Lucciana San Mary,  es esa mujer que hace más de 10 años entro por primera vez y me ha tenido hechizado.
Era 1ro de junio, yo hacia mi ronda normal, paseaba por el lobby analizando a todos los que caminaban afuera, por lo general turistas. De repente una mujer me tomo por sorpresa e intento abrir la puerta, yo le ayude inmediatamente y cuando la vi de frente me quede como loco, me miro con sus ojos cafés muy abiertos y parpadeo con sus pestañas gigantes, no me saludó, pero me dio las gracias por haber abierto la puerta. Luego me enteré de que trabajaba en el 20 y que ese era su primer día.
Normalmente no saluda ni se despide, pero es suficiente con verla mover las piernas y sonreír frente a mi cuando sale con sus compañeros. He resuelto odiarlos a todos por si acaso se quieren acercar a ella más de lo debido. Todavía recuerdo aquella vez que hice que los requisaran a todos para poder entrar solo con Lucciana en el ascensor aprovechando que me necesitaban en IBM.
Yo salude y ella solo dijo “Buenas Tardes”, tiene la voz más dulce que he oído en mi vida. Luego se quedo mirando hacia el infinito, me dio la impresión de que estaba incomoda conmigo.
Hoy este asunto me tiene un poco trastornado, me han hecho una muy buena oferta, quieren que me cambie para un edificio cerca del Central Park, de tan solo 9 pisos y dos ascensores. Yo sería el director del turno nocturno y me pagarían el doble. La puerta siempre permanece cerrada, no tengo siquiera que levantarme para abrirla, solo tengo que presionar un botón… tampoco tendré que conseguir muchos taxis ni cargar paquetes a esa hora.
He estado pensando que si logro hacer un poco más de dinero podría volver un día, entrar por esta misma puerta como un gran hombre de negocios y hacer que Lucciana se fije en mí.
Me pregunto si cuando me vaya ella me extrañará. La mejor forma de hacer que alguien note mi presencia es a veces no estando presente.




martes, 1 de mayo de 2012

Detrás del periódico


Man reading the paper
Fotografía: "Man reading the paper" de Vicky Pin  Muchas gracias!!

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Ya estás llegando, Steve”, se dijo a sí mismo.

Como cada martes, Steve V. Coleman había tomado el bus desde Newington hasta Lambeth, la parada del Puente de Westminster. Hacía tiempo que había dejado de sentir el placer de conducir gracias al pesado tráfico londinense, y no dudaba en trasladarse de un sitio a otro mediante cualquier transporte público. Hoy había optado por el autobús. En cierto modo, a Steve le provocaba cierto placer encontrarse rodeado y apretado entre la gente. Me explico: Mr. Coleman es un alto directivo de una prestigiosa empresa de telecomunicaciones. Adolece de la soledad de los grandes, ya que a sus empleados se les encoge el alma cuando se dirige a ellos. No tiene con quien bromear en el trabajo, ya que su labor es demasiado seria y se reúne con gente a la que no le apetece reír. No puede bajar la guardia y confiar en nadie, ya que cualquiera es susceptible de arrebatarle su puesto. Su despacho es uno de los más altos, de los más grandes, de los más silenciosos... Al igual que su casa, en la que ya no hay gente que cambie las cosas de sitio, ni ese agradable sonido amortiguado de otras personas haciendo cualquier cosa en cualquier habitación. Por todo esto, siente un ráfaga de placer sumergiéndose en el “tropel del la plebe”. Para él resulta divertido pararse en medio del bus o del tube y escuchar pedazos de conversaciones normales de gente normal, preocupada, contenta, perdida, agobiada...

Pero los martes no. Los martes, Steve no aparta la mirada de la ventanilla en todo el trayecto. Su mente se va muy lejos mientras sus ojos ven pasar la ciudad por el cristal empañado. Se deja llevar por las frenadas y acelerones del conductor, y ni siquiera rechista cuando alguien le hunde el codo para hacerse un sitio. Entonces es cuando llega a su parada y se apea. Baja los escalones lánguidamente y espera a que el autobús arranque. Coloca el periódico bien doblado bajo el brazo y comienza a caminar dirigiendo la vista siempre hacia la derecha, hacia el otro lado de la calle. Se desplaza contemplando al Marriot y siempre piensa que su fachada le recuerda a un cuartel militar. Al inicio del puente, se encuentra con los típicos turistas fotografiando la típica estampa del Big Ben con Westminster Bridge Road, esperando pacientemente a que uno de los característicos taxis o autobuses londinenses atraviesen el encuadre.
Cuando llega a este punto, es cuando se gira hacia la izquierda. Y cuando gira hacia la izquierda, es cuando su corazón se encoge. Atraviesa un pequeño arco de piedra y comienza a caminar por el paseo que discurre bajo los árboles, paralelo a la ribera del Thamesis, dejando a un lado el Hospital St. Thomas.

(Un martes, un año antes)

Steve ve a través del ventanal de su oficina que ya ha anochecido. Mira el reloj y comprueba fastidiado que en ese preciso instante debería estar recogiendo a Kate a la salida del trabajo, pero su reunión se está alargando más de lo debido. Podría en ese instante salir por la puerta con toda la tranquilidad del mundo, pero este cliente, a pesar de que no lo soporta, es de los más importantes. Así que decide avisar a su secretario para que envíe un mensaje a Kate disculpándose por no poder acudir. Una hora después, Steve es informado de que Kate, su esposa, ha fallecido tras ser asaltada cuando caminaba por la orilla del río, junto al Hospital de St. Thomas.

(Hoy, martes actual)

Esta mañana, la niebla confiere un tono de irrealidad al paisaje urbano. El Big Ben se desvanece a medida que se acerca al cielo y las barcazas surcan la neblina que flota sobre las aguas opacas del río. Steve forma un hueco con sus manos y exhala en el interior para calentarse los dedos.
Ya estás llegando, Steve”, dice para sus adentros. “Ya estoy llegando, Kate”.
Desde hace un año, Steve acude cada martes a la ribera del Thamesis y se sienta en el banco en el que debería haber estado esperando a su esposa aquella tarde.
Despliega el periódico, pero no lee.
Lo utiliza para esconderse, para que nadie lo vea hablar con Kate, para que nadie lo vea llorando, para que nadie vea cómo se le parte una y otra vez el alma entre disculpas...